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Queridas y queridos lectores, hablando con Ana Campos, del grupo de Ciencia Crítica, nos dimos cuenta de que cuerpo y alma nos pedían expresar algo que se sale de la actividad científica convencional en estos tiempos en los que el Idioceno avanza. En el trasfondo, cierta impotencia al contemplar numerosas respuestas y actitudes idiocénicas en buena parte de la población ante los profundos cambios que vivimos.
Muchas veces, actuar de manera idiota es terriblemente contraproducente para todo ser vivo, para toda la vida del planeta. El malvado actúa movido sólo por el beneficio propio, poco o nada le importa perjudicar a los demás seres, vegetales, animales o humanos. Sin embargo, el idiota es capaz de perjudicar a los demás sin beneficiarse e incluso perjudicándose. Decía Carlo María Cipolla cuando escribió sus "Leyes de la Estupidez Humana": "una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso”.
Sabemos que hemos provocado enormes cambios en los patrones climáticos, hemos puesto en marcha una enorme campaña de desertificación, de creciente contaminación del medio y de nuestros cuerpos, o de la involución de los ecosistemas que apenas ya nos mantienen, también los cambios sociales que ello está produciendo se nos aparecen como idiocénicos, incluso cómo afectan a las modas, las nuevas formas de pensar y de participación; pero sobre todo, aquellas conversaciones con Ana nos condujeron a una suerte de introspección hacia los mecanismos mentales generados en los últimos tiempos con la descomunal potencia de los combustibles fósiles, cuyos efectos han tenido tanta fuerza en nuestro interior como lo hemos visto en el exterior desde hace casi 170 años, pero especialmente desde el final de la segunda guerra mundial tras "la gran aceleración".
“Algún día, después de dominar los vientos, las olas, las mareas y la gravedad, seremos capaces de aprovechar la energía del amor. Entonces, por segunda vez en la historia, el hombre habrá descubierto el fuego” (Pierre Teilhard de Chardin). Sí, el amor es la única fuerza capaz de rescatarnos del barro putrefacto del Idioceno (un paso más del Antropoceno hacia el abismo). Pero amar en tiempos de mentiras, de egoísmo y odio requiere mucha generosidad y valentía. La Humanidad se encuentra en la encrucijada de una crisis absoluta, de la bifurcación como estructura compleja. Es ciencia pura. Ante nosotros, la evolución hacia un estadio superior o la involución hacia el caos.
Por Ana Campos y Antonio Aretxabala
Vida y sociedades humanas
En 1977, uno de los pensadores más originales del pasado siglo era galardonado con el Premio Nobel de Química por su teoría sobre las estructuras disipativas. Nacido en Moscú y nacionalizado en Bélgica, Ylia Prigogine fue un físico-químico polímata, pionero en el campo de los sistemas complejos por sus teorías sobre la emergencia y evolución de la vida. Para Prigogine los seres vivos somos estructuras complejas autoorganizadas (islas de orden) que se mantienen en equilibrio disipando energía y materia a su entorno (océano de desorden).
La vida, bautizada con el nombre de Gaia en nuestro planeta, se consolida sobre un entramado de estructuras que consiguen desarrollar mecanismos para mantener el orden. A nivel individual, cada ser vivo no es más que una de las miríadas de estructuras básicas sobre las que reposa y se articula el resto de las estructuras de Gaia, todas ellas interdependientes entre sí. La sociedad humana tal vez sea la más compleja que ha emergido en Gaia hasta la fecha, aunque funciona exactamente igual que el resto: consume energía para alimentar sus funciones vitales (orden) mientras disipa entropía (desorden).
Mantenerse alejado del desorden es una tarea complicada pues todas las estructuras, desde el nivel más básico al más complejo, están sometidas a continuas fluctuaciones tanto de carácter interno como externo. En ocasiones las fluctuaciones que sacuden una estructura concreta, una isla de orden, se amplifican de manera no-lineal, conduciéndola a una “bifurcación” según nos explica Prigogine. El camino que toma la estructura tras la bifurcación es incierto: puede reforzar su autoorganización para evolucionar hacia un nivel superior de orden, de complejidad, o involucionar hacia una dinámica más caótica. O directamente hacia la muerte, como sucede con los organismos cuando cesan su ciclo vital evanesciéndose en el desorden.
En el caso de las sociedades humanas los mecanismos de autoorganización han ido degenerando en sistemas jerárquicos sostenidos sobre dinámicas de poder y sometimiento, alimentados por antivalores como el egoísmo, la ambición, la soberbia, la envidia o la aceptación de la mentira. El más ruin de todos los antivalores es la cosificación de la vida: todo tiene un precio, y aquel que no es capaz de generar “riqueza monetizable” no vale nada. Esta miserable depreciación de la existencia es aceptada con naturalidad por una sociedad que se abrazó al darwinismo social, introduciendo una nueva variable que se retroalimenta con los antivalores: el miedo. Craso error, pues tal y como la ciencia nos ha mostrado, el mecanismo más básico que sostiene todo el entramado de la vida, de Gaia, no es la competición y la lucha, sino la cooperación y la simbiosis.
A las fluctuaciones internas generadas por las injusticias y el sufrimiento que padece un amplísimo porcentaje de la población se han sumado unas enormes fluctuaciones externas, producto de una crisis climático-ambiental originada por la intensa actividad industrial de los últimos siglos. La sociedad humana se encuentra en estos momentos ante una bifurcación, completamente desbordada por los intensos vaivenes a los que se ve sometida. Aunque el diagnóstico de la situación está claro, tanto como lo está el camino por el que deberíamos transitar para alejarnos del peligro, las dinámicas sociales nos empujan hacía el vertiginoso abismo del desorden, de la involución.
La vida, bautizada con el nombre de Gaia en nuestro planeta, se consolida sobre un entramado de estructuras que consiguen desarrollar mecanismos para mantener el orden. A nivel individual, cada ser vivo no es más que una de las miríadas de estructuras básicas sobre las que reposa y se articula el resto de las estructuras de Gaia, todas ellas interdependientes entre sí. La sociedad humana tal vez sea la más compleja que ha emergido en Gaia hasta la fecha, aunque funciona exactamente igual que el resto: consume energía para alimentar sus funciones vitales (orden) mientras disipa entropía (desorden).
Mantenerse alejado del desorden es una tarea complicada pues todas las estructuras, desde el nivel más básico al más complejo, están sometidas a continuas fluctuaciones tanto de carácter interno como externo. En ocasiones las fluctuaciones que sacuden una estructura concreta, una isla de orden, se amplifican de manera no-lineal, conduciéndola a una “bifurcación” según nos explica Prigogine. El camino que toma la estructura tras la bifurcación es incierto: puede reforzar su autoorganización para evolucionar hacia un nivel superior de orden, de complejidad, o involucionar hacia una dinámica más caótica. O directamente hacia la muerte, como sucede con los organismos cuando cesan su ciclo vital evanesciéndose en el desorden.
En el caso de las sociedades humanas los mecanismos de autoorganización han ido degenerando en sistemas jerárquicos sostenidos sobre dinámicas de poder y sometimiento, alimentados por antivalores como el egoísmo, la ambición, la soberbia, la envidia o la aceptación de la mentira. El más ruin de todos los antivalores es la cosificación de la vida: todo tiene un precio, y aquel que no es capaz de generar “riqueza monetizable” no vale nada. Esta miserable depreciación de la existencia es aceptada con naturalidad por una sociedad que se abrazó al darwinismo social, introduciendo una nueva variable que se retroalimenta con los antivalores: el miedo. Craso error, pues tal y como la ciencia nos ha mostrado, el mecanismo más básico que sostiene todo el entramado de la vida, de Gaia, no es la competición y la lucha, sino la cooperación y la simbiosis.
A las fluctuaciones internas generadas por las injusticias y el sufrimiento que padece un amplísimo porcentaje de la población se han sumado unas enormes fluctuaciones externas, producto de una crisis climático-ambiental originada por la intensa actividad industrial de los últimos siglos. La sociedad humana se encuentra en estos momentos ante una bifurcación, completamente desbordada por los intensos vaivenes a los que se ve sometida. Aunque el diagnóstico de la situación está claro, tanto como lo está el camino por el que deberíamos transitar para alejarnos del peligro, las dinámicas sociales nos empujan hacía el vertiginoso abismo del desorden, de la involución.
El Idioceno
Así es, querido/a lector/a, como hemos llegado al Idioceno, esta época kafkiana en la que los seres humanos jugueteamos con nuestro suicidio colectivo de una manera absurda, idiota en todas sus acepciones: egoísta, ignorante, tonta. En lugar de encarar la situación poniendo en práctica las medidas que podrían aplacar el oleaje, nos hemos empeñado en pisar a fondo el acelerador, cegados por un pensamiento mágico que lleva a algunos a negar la evidencia científica y a otros a depositar su fe en la omnipotencia de una técnica capaz de desafiar las leyes de la física, apelando a fuerzas sobrenaturales llegado el caso.
Y es que el poder divino ya hace funcionar unos auriculares inalámbricos con la batería vacía. Según los seguidores de una usuaria de TikTok que hizo viral el poder de sus oraciones, es así. La muerte temprana de miles de niños trabajando en las minas de coltán africanas estaría ausente de la mirada divina y de la consideración de Dios al hacer de la tecnología objeto de sus milagros; eso sí, siempre que sea a través de una fe lo suficientemente poderosa como para remover las montañas en las que casualmente había miles de niños acarreando sacos a toneladas con tierras raras.
Es importante, también, que nuestras oraciones no contemplen el sufrimiento humano ni el envenenamiento cuando las empresas tecnológicas procesen ese material para que, ya mucho menos tóxico, nos proporcione hora y media de canciones súper bonitas. Cuando los auriculares estén viejos serán devueltos a África para que otros tantos miles de niños extraigan algún metal quemando sus componentes a expensas de la mayor incidencia de leucemia infantil del planeta. Dios tampoco lo querrá ver. Un enorme beneficio para el sistema auditivo de tiktokers, muy dañado por tantas horas de auriculares injertados, es el ahorro de energía y optimización del tiempo gracias a la potencia de los altavoces de discotecas y conciertos; como diría Pedro Prieto, con un chupito de vodka y otro de refresco de naranja las ondas sísmicas del altavoz preparan el cóctel in situ mientras recorre el esófago hasta sedimentarse en el estómago, ya hecho, en forma de destornillador kilómetro cero 100% sostenible. Como mandan los cánones de lo cool.
El exceso de estímulos que embotan los sentidos hasta anularlos, el egoísmo convertido en piedra angular de un mundo superpoblado donde algunos enfermos piden entrar en prisión para huir de la soledad, y un concepto estúpidamente equivocado de lo que significa ser libre son las señas de identidad de este Idioceno que nos conduce al desorden. Al camino de la involución. ¿No habría alguna manera de sortear el abismo, una fórmula capaz de impulsarnos hacia nuevos niveles de orden? ¿O acaso la caída es ya inevitable?
Según Prigogine, el orden es algo que emerge espontáneamente en una cadena de infinitas potencialidades, haciendo que la vida no sea un fenómeno extraño, producto de una improbable casualidad, sino algo ligado a la esencia misma de la naturaleza. Tal vez la esencia de la naturaleza no sea otra cosa que el amor. Hay un orden supraconsciente que organiza tonos cromáticos, intensidades, tiempos, cadencias, repeticiones y suponen la diferencia entre un garabato o un conjunto de ruidos de una obra maestra de la creación, sea pintura, música, ciencia o literatura. Tras ello, una voluntad y una energía las impulsa. Tal vez esa voluntad creadora, esa energía vital no sea otra cosa que el amor.
El exceso de estímulos que embotan los sentidos hasta anularlos, el egoísmo convertido en piedra angular de un mundo superpoblado donde algunos enfermos piden entrar en prisión para huir de la soledad, y un concepto estúpidamente equivocado de lo que significa ser libre son las señas de identidad de este Idioceno que nos conduce al desorden. Al camino de la involución. ¿No habría alguna manera de sortear el abismo, una fórmula capaz de impulsarnos hacia nuevos niveles de orden? ¿O acaso la caída es ya inevitable?
Según Prigogine, el orden es algo que emerge espontáneamente en una cadena de infinitas potencialidades, haciendo que la vida no sea un fenómeno extraño, producto de una improbable casualidad, sino algo ligado a la esencia misma de la naturaleza. Tal vez la esencia de la naturaleza no sea otra cosa que el amor. Hay un orden supraconsciente que organiza tonos cromáticos, intensidades, tiempos, cadencias, repeticiones y suponen la diferencia entre un garabato o un conjunto de ruidos de una obra maestra de la creación, sea pintura, música, ciencia o literatura. Tras ello, una voluntad y una energía las impulsa. Tal vez esa voluntad creadora, esa energía vital no sea otra cosa que el amor.
Amor, atención, generosidad e Idioceno
Decía Prigogine: “Existen diferentes vías de interrogar al Universo en que vivimos, y la música es también una de ellas. Nuestro entorno no es sólo color, sino también sonido y muchas otras cosas”. Un ser pensante, sintiente y con voluntad, como es el ser humano, busca explicar el Universo y a sí mismo como parte de él. Pero no cabe ninguna duda: antes de que algo pueda ser explicado ha de existir la facultad de comprender la explicación. La ciencia, si es con amor, se libera del prejuicio de no reconocer la existencia del espacio que la sustenta y precede: «el sentir» y así ser más auténtica y consciente, pues antes que el pensar, mesurar, relacionar, está la capacidad de sentir certeza. La evidencia científica sería en última instancia una actividad perteneciente a la esfera afectiva, compañera inseparable del amor.
La sabiduría atávica nos ha enseñado que ella misma se desarrolla a través de la luz interior. Hoy, a esa luz que ilumina cada objeto estudiado lo llamamos atención, una capacidad que se pierde y se disipa en el caos del Idioceno. Pero la atención, como análoga a la luz, ilumina ese objeto para hacerlo visible, ser introducido o fundido con el observador en un ejercicio de fusión que deriva en el conocimiento de sujeto y objeto como unidad. De tal manera que la atención ha conseguido lo que hace el amor: la entrega y la fusión.
La atención, así vista, sería la forma más elevada de la generosidad y, por tanto, si el Idioceno se caracteriza por la pérdida de la capacidad de atención, el Idioceno es, ante todo, una era con carencias de generosidad, o lo que es lo mismo, abundante en egoísmo, mentira y odio. Pero con un inconveniente: la mentira, por definición, no es real. El amor sí lo es. De esta manera, podemos vincular a la ciencia y al Idioceno nuestros prácticamente imposibles de abarcar conceptos del bien y del mal. El bien estaría en todo aquello que, como la ciencia y la atención, nos acercan a la realidad, la verdad y el amor. El mal nos alejaría de la realidad, su mejor exponente: la mentira.
El Idioceno es incompatible con el amor, incompatible con la verdad, sería la era en la que cada ser humano es el primero en no considerarse a sí mismo parte del Universo, en no atenderse, no amarse o, en otras palabras, el primero en no considerarse y anularse. El Idioceno supone la victoria del autoexterminio, la anulación de la libertad y la supresión voluntaria de lo humano, porque la dimensión espiritual, aunque no se pueda medir ni pesar, es la esencia del pensar científico e intelectual que se va disipando en esta era de atención (generosidad) decreciente. Y es que el pensar intelectual es incapaz de describirse o explicar su propia esencia, simplemente es evidente. Precede a toda capacidad cognitiva, es incapaz de exponer sus propias características, pues el pensar solo se puede observar a sí mismo a través del pensar, una actividad basada en sí misma como lo es el amor.
Solo el amor puede alejarnos del abismo, es la única espada capaz de cortar el nudo gordiano que nos ata al Idioceno al ser lo único que realmente es. Los milagros de los Dioses que escuchan las plegarias de sus fieles mientras ignoran las necesidades de los miserables solo existen en el Idioceno y como tal, son un fraude; como lo es esa reedición tecno-verde del milagro de los panes y los peces prometida por los gurús del crecimiento ad infinitum de la riqueza monetizable. Al igual que lo son los discursos de aquellos que, conscientes de los peligros que nos acechan y dispuestos a la lucha, no consiguen despegar la mirada de su ombligo y el de su descendencia, ajenos a las necesidades del resto si no se alinean con las suyas.
El amor es la única fuerza capaz de rescatarnos del barro putrefacto del Idioceno. Pero amar en tiempos de mentiras, de egoísmo, de odio requiere mucha generosidad y aún más valentía. “Donde no hay respeto, no hay amor. Donde no hay compasión, piedad, perdón, no hay amor” nos recuerda Jiddu Krishnamurti, quien también señala la unión indivisible que existe entre libertad y amor. “La libertad es esencial para el amor; no la libertad de la revuelta, no la libertad de hacer lo que nos plazca ni de ceder abierta o secretamente a nuestras apetencias, sino más bien la libertad que adviene con la comprensión”.
Santo Tomás de Aquino veía al hombre como un “Homo Viator”, un viajero que deambula por la existencia en busca de una paz interior que sólo alcanza con la comprensión, transformándose en “Homo Comprehensor”. Un viaje metafórico en el que se inspiró Dante Alighieri, lector de la obra de Santo Tomás, al convertirse en protagonista de su propia obra para narrar el periplo alegórico que le lleva por el infierno, el purgatorio y el cielo en la aclamada Divina Comedia.
Pero comprender no es saber. Esa es una de las grandes equivocaciones del Homo Sapiens, el sabio que deambula por el Idioceno enfrentado a la peligrosa bifurcación donde se separan las sendas de la evolución y la involución, convencido de que sólo con su saber conseguirá sortear cualquier peligro que se cruce en su camino. No es así. Esa fuerza es exclusiva de la comprensión que emana del conocimiento que no se subordina a otros fines, el conocimiento que tan solo pretende conocerse a sí mismo y es adquirido por y desde el amor.
Para escapar del teatro del absurdo que es el Idioceno, de esta era en la que los necios se han conjurado para arrastrarnos al abismo hay que continuar concienciando sobre los problemas que nos azotan, hay que seguir investigando soluciones técnicas para evitar / mitigar / minimizar los peligros, hay que perseverar en la lucha contra las mentiras, contra las políticas injustas, contra el cinismo de los poderosos… Pero todo de lo que hagamos será estéril si no es impulsado desde la fuerza del amor.
Decía Prigogine: “Existen diferentes vías de interrogar al Universo en que vivimos, y la música es también una de ellas. Nuestro entorno no es sólo color, sino también sonido y muchas otras cosas”. Un ser pensante, sintiente y con voluntad, como es el ser humano, busca explicar el Universo y a sí mismo como parte de él. Pero no cabe ninguna duda: antes de que algo pueda ser explicado ha de existir la facultad de comprender la explicación. La ciencia, si es con amor, se libera del prejuicio de no reconocer la existencia del espacio que la sustenta y precede: «el sentir» y así ser más auténtica y consciente, pues antes que el pensar, mesurar, relacionar, está la capacidad de sentir certeza. La evidencia científica sería en última instancia una actividad perteneciente a la esfera afectiva, compañera inseparable del amor.
La sabiduría atávica nos ha enseñado que ella misma se desarrolla a través de la luz interior. Hoy, a esa luz que ilumina cada objeto estudiado lo llamamos atención, una capacidad que se pierde y se disipa en el caos del Idioceno. Pero la atención, como análoga a la luz, ilumina ese objeto para hacerlo visible, ser introducido o fundido con el observador en un ejercicio de fusión que deriva en el conocimiento de sujeto y objeto como unidad. De tal manera que la atención ha conseguido lo que hace el amor: la entrega y la fusión.
La atención, así vista, sería la forma más elevada de la generosidad y, por tanto, si el Idioceno se caracteriza por la pérdida de la capacidad de atención, el Idioceno es, ante todo, una era con carencias de generosidad, o lo que es lo mismo, abundante en egoísmo, mentira y odio. Pero con un inconveniente: la mentira, por definición, no es real. El amor sí lo es. De esta manera, podemos vincular a la ciencia y al Idioceno nuestros prácticamente imposibles de abarcar conceptos del bien y del mal. El bien estaría en todo aquello que, como la ciencia y la atención, nos acercan a la realidad, la verdad y el amor. El mal nos alejaría de la realidad, su mejor exponente: la mentira.
El Idioceno es incompatible con el amor, incompatible con la verdad, sería la era en la que cada ser humano es el primero en no considerarse a sí mismo parte del Universo, en no atenderse, no amarse o, en otras palabras, el primero en no considerarse y anularse. El Idioceno supone la victoria del autoexterminio, la anulación de la libertad y la supresión voluntaria de lo humano, porque la dimensión espiritual, aunque no se pueda medir ni pesar, es la esencia del pensar científico e intelectual que se va disipando en esta era de atención (generosidad) decreciente. Y es que el pensar intelectual es incapaz de describirse o explicar su propia esencia, simplemente es evidente. Precede a toda capacidad cognitiva, es incapaz de exponer sus propias características, pues el pensar solo se puede observar a sí mismo a través del pensar, una actividad basada en sí misma como lo es el amor.
Solo el amor puede alejarnos del abismo, es la única espada capaz de cortar el nudo gordiano que nos ata al Idioceno al ser lo único que realmente es. Los milagros de los Dioses que escuchan las plegarias de sus fieles mientras ignoran las necesidades de los miserables solo existen en el Idioceno y como tal, son un fraude; como lo es esa reedición tecno-verde del milagro de los panes y los peces prometida por los gurús del crecimiento ad infinitum de la riqueza monetizable. Al igual que lo son los discursos de aquellos que, conscientes de los peligros que nos acechan y dispuestos a la lucha, no consiguen despegar la mirada de su ombligo y el de su descendencia, ajenos a las necesidades del resto si no se alinean con las suyas.
El amor es la única fuerza capaz de rescatarnos del barro putrefacto del Idioceno. Pero amar en tiempos de mentiras, de egoísmo, de odio requiere mucha generosidad y aún más valentía. “Donde no hay respeto, no hay amor. Donde no hay compasión, piedad, perdón, no hay amor” nos recuerda Jiddu Krishnamurti, quien también señala la unión indivisible que existe entre libertad y amor. “La libertad es esencial para el amor; no la libertad de la revuelta, no la libertad de hacer lo que nos plazca ni de ceder abierta o secretamente a nuestras apetencias, sino más bien la libertad que adviene con la comprensión”.
Santo Tomás de Aquino veía al hombre como un “Homo Viator”, un viajero que deambula por la existencia en busca de una paz interior que sólo alcanza con la comprensión, transformándose en “Homo Comprehensor”. Un viaje metafórico en el que se inspiró Dante Alighieri, lector de la obra de Santo Tomás, al convertirse en protagonista de su propia obra para narrar el periplo alegórico que le lleva por el infierno, el purgatorio y el cielo en la aclamada Divina Comedia.
Pero comprender no es saber. Esa es una de las grandes equivocaciones del Homo Sapiens, el sabio que deambula por el Idioceno enfrentado a la peligrosa bifurcación donde se separan las sendas de la evolución y la involución, convencido de que sólo con su saber conseguirá sortear cualquier peligro que se cruce en su camino. No es así. Esa fuerza es exclusiva de la comprensión que emana del conocimiento que no se subordina a otros fines, el conocimiento que tan solo pretende conocerse a sí mismo y es adquirido por y desde el amor.
Para escapar del teatro del absurdo que es el Idioceno, de esta era en la que los necios se han conjurado para arrastrarnos al abismo hay que continuar concienciando sobre los problemas que nos azotan, hay que seguir investigando soluciones técnicas para evitar / mitigar / minimizar los peligros, hay que perseverar en la lucha contra las mentiras, contra las políticas injustas, contra el cinismo de los poderosos… Pero todo de lo que hagamos será estéril si no es impulsado desde la fuerza del amor.
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