Los gestos absurdos en política son una constante en la historia. Lo más probable es que sigan así en el futuro, por lo que seguirán siendo objeto de críticas y burlas. Muchos parten de bases razonables, especialmente si están enfocadas a reducir el consumo desaforado de recursos que está devorando, envenenando y destruyendo la biosfera, precisamente el medio que garantiza nuestra existencia, pero se vuelven ridículas y burlescas si se quedan en un mero maquillaje que intenta ocultar y no atajar el problema. Entonces el esperpento está servido.
Sabemos que la situación ecológica e hídrica es tan crítica que una ciudadanía responsable no puede tolerar más "la acumulación de vapor dentro de un sistema cerrado" como afirma el profesor Will Steffen a lo que añade que “sin una acción política y de base audaz, es probable que veamos cada vez más explosiones de disturbios civiles a medida que las cosas siguen deteriorándose”. Algunos de los puntos de inflexión o tipping points han sido sobrepasados —y ya son 9 de 15—, con uno de ellos, el cambio climático, siendo muy grave, aunque no el que más (Climate tipping points, too risky to bet against. Lenton, M, et al. Nature, 2020).
El ODS16
Así que si no se va a la raíz del problema y nos quedamos en medidas tan disparatadas o ridículas como grotescas, no nos quejemos cuando la confianza en nuestras instituciones siga en caída libre, contradiciendo uno de los Objetivos para el Desarrollo Sostenible de la ONU (Agenda 2030) como es el objetivo 16 o ODS16: “Paz, Justicia e instituciones sólidas” que pretendiendo facilitar el acceso a la justicia y crear instituciones eficaces, responsables y creíbles, se ha desviado hacia el polo opuesto. Desde 2015 los países del planeta nos dotamos de un itinerario para mejorar la vida y acabar con las desigualdades, la contaminación, la pobreza o el hambre. La verdad es que, pasado el ecuador de 2023, todo ha empeorado y ya solo quedan poco más de seis años para enderezar nuestro último fracaso.
Recordemos a Cañete y su recomendación de consumir yogures caducados, al actual presidente del Gobierno y un chuletón al punto en plena crisis hídrica, las pueriles recomendaciones del consejero de sanidad de la Comunidad de Madrid, Jesús Sánchez Martos, sobre niños que, en plena ola de calor, aguantaban en los colegios a más de 35ºC para que aprendieran a hacer abanicos de papel; o las macetas en el balcón de Ayuso para combatir el cambio climático. Se espera que éste amplíe las disparidades en la mortalidad regional, afectando particularmente a las regiones del sur de Europa con un marcado aumento de fallecimientos relacionados con las cada vez más frecuentes y duraderas olas de calor.
Las ciudades, donde ya viven seis de cada diez personas en el mundo (ocho en el Estado español) se han vuelto hornos de asfalto y hormigón que sólo una frondosa vegetación y un consumo responsable del agua podrían mitigar. Al mismo tiempo que crece la urbanosfera vemos cómo una ciudadanía responsable debe luchar contra unas instituciones que, perversamente y de manera consciente o no, apuestan por la tala indiscriminada si hay un beneficio económico que se prioriza a la salud de una población cada vez más envejecida y vulnerable. Y ello a pesar de los innumerables estudios científicos que apremian la revegetación, los proyectos LIFE de la UE como Lugo Biodinámico o el hecho de haber derribado una alcaldía como la de Iruña en 2023.
24.000 relojes de arena para cronometrar duchas de 4 minutos
El pasado mes de agosto, José María Aierdi, consejero de Desarrollo Rural y Medio Ambiente, en el marco del Proyecto LIFE-IP NAdapta-CC presentó una campaña acompañado por los 36 ayuntamientos que colaboran con el objetivo fundamental de reducir el tiempo que se destina a la ducha, ya que así “en Navarra se podrían ahorrar alrededor de 7 millones de litros de agua, que equivalen aproximadamente 24 piscinas olímpicas”. Para ello, regalarán 24.000 relojes de arena que marcan los cuatro minutos. Vale, es simbólico, pero acaba en el mismo contenedor que los abanicos o las macetas.
La realidad es que en el Estado, cerca del 80% del agua que se consume va al regadío (INE 2022) mientras que la ciudadanía y los sectores industriales que ya hicieron sus deberes se reparten el resto. El consumo urbano por persona/año se ha reducido en 20 años a la mitad y hoy, los ciudadanos apenas llegamos al 12%. El 75% de los alimentos regados es exportado. España, el país más seco de Europa y el más amenazado de desertificación por la subida de las temperaturas (IPCC, 2023), es el mayor exportador de agua. La podemos encontrar en forma de lechuga, tomate o filete en los mercados de Londres, Berlín o Pekín. También en las miles de toneladas de limones, plátanos, tomates, melocotones o uvas que se pudren en vertederos o son enterrados a causa del desplome de los precios cuya huella hídrica sobrepasa unos cuantos miles de piscinas olímpicas dependiendo del año y los vaivenes del mercado. Pero se pide reducir el consumo de agua de boca a una población como la de Navarra, con 112 litros por habitante al día, siendo de los consumos más bajos del Estado (130 litros por habitante/día en España).
La ambiciosa y necesaria reducción del consumo urbano se debió a la concienciación de la propia ciudadanía que, consciente del problema, ya redujo sus tiempos de ducha, optimización del uso en jardines, fregado u ocio. Sin embargo, los datos de voracidad del regadío (más del 80% del consumo) siguen creciendo con planes de concentración financiados por grandes fondos de inversión, fondos buitre, compañías transnacionales y poderosas empresas de construcción, producción y distribución en cada vez menos manos. A éstas sí se les da vía libre en este espolio, no relojes de arena.
A ello, y ya es tema para otro día, se suma el auge de las macrogranjas y los Centros de Datos de las grandes firmas digitales irremediablemente condenadas al colapso. Entre todos vamos preparando la estacada final para que el envenenamiento de los acuíferos, de los ríos y manantiales siga su perverso curso, haciendo imposible el consumo de agua en cada vez más poblaciones, bien porque ya no la hay o bien porque la que queda está envenenada con biocidas, agrotóxicos o metales pesados, con o sin relojes de arena.
Nuestra salud como individuos y comunidades es un reflejo de la salud de los ecosistemas, pues queramos o no, somos mamíferos cuya vida depende de la actividad saludable de ríos, insectos, pequeños vertebrados o una flora adaptada y diseñada durante millones de años. No es una cuestión de abanicos de papel, macetas o relojes de arena. Aquí la radicalidad (de raíz) es lo único que nos puede salvar en contraposición a las medias tintas que decían nuestras abuelas.
Julen Rekondo. Químico. Premio nacional de Medio Ambiente