Si queremos compararnos con las descomunales fuerzas naturales que esculpen el planeta deberemos admitir que nuestra aportación es cultural, es decir, una manera de entender y actuar.
El nunca mejor llamado “oro negro”, ese regalo de Gea, casi nos hace
dioses, y creyéndonos serlo nos propusimos echar un pulso a las
descomunales fuerzas de la Naturaleza con las que optamos a
equipararnos, un pulso que desde hace más de una década nos está
extenuando.
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Queridos seguidores, aunque la geología pura parezca algo alejado de los temas más actuales que he ido tratando como el incremento de la pobreza, nuestra responsabilidad con el planeta, con el medio que garantiza nuestra propia existencia, o el declive del capitalismo fosilista, es ella, nuestra relación con la Tierra, directamente la causa que vive tras nuestra capacidad de acción, el cómo hacerlo de manera más o menos humana es una opción que tiene consecuencias.
También en los temas de relisiencia social creo que deben estar en primera línea cuestiones fundamentales plantedas por el ecofeminismo, como son la justicia social a nivel planetario o nuestra inevitable transición hacia un nuevo modelo de convivencia más cercano tras el declive de la sangre fósil que mueve nuestra actual organización.
Este artículo que escribí para CTXT es culpa de Yayo Herrero. Tras asistir a una charla debate en la UPNA,
viajamos juntos a Madrid. Yayo es una mujer maravillosa, tiene una
amabilísima manera de cautivar e ilusionar en ser generosos con lo que
podamos aportar.
Todo el mundo sabe cómo son las conversaciones de tren, algo mágico tiene ese medio de transporte que nos desinhibe. El Antropoceno
no tiene aún categoría científica, estratigráfica, nadie se la ha
concedido, pero no cabe duda de que vivimos tiempos de mucha erosión,
transporte y sedimentación espiritual... También es culpa de Jorge Riechmann, gracias por la invitación al simposio nacional sobre Antropoceno en la Universidad Autónoma de Madrid con el Instituto Demospaz.
Antonio Aretxabala
Pamplona, 23 de octubre de 2018
A lo largo de este otoño se celebra en Madrid, en la Universidad Autónoma, el simposio nacional sobre Antropoceno. Desde un punto de vista multidisciplinar se analiza no sólo el enorme impacto del ser humano en la dinámica planetaria, sino si realmente dicho impacto podría ya considerarse una nueva época en lo que a tiempo geológico se refiere. Así se daría continuidad a la historia de nuestra Tierra después del Holoceno, el último episodio posglacial del Cuaternario que comenzaría tras la última glaciación.
Han sido casi 12.000 años en los que de una interfaz helada entre el cielo y el subsuelo pasamos de un páramo helado a un espacio biofísico donde el clima se suavizó, la temperatura global aumentó cerca de 6ºC y todos los patrones dinámicos externos cambiaron: los procesos de esculpido del paisaje mutaron; el majestuoso y a veces vehemente encuentro entre la atmósfera, la hidrosfera, la biosfera y la corteza, propició las condiciones tanto amables como violentas para que una especie, el homo sapiens, se expandiese por prácticamente todos los ambientes terrestres externos. Pero los cambios superficiales no fueron los únicos, los cambios globales afectaron también a las capas más profundas.
El nivel del mar aumentó 130 metros tras fundirse la asombrosa cifra de 52 millones de kilómetros cúbicos de hielo que conformaban aquel enorme continente helado. Éste se desparramaba invadiendo valles, reequilibrando los movimientos del agua sólida, líquida y gaseosa de todo el planeta. Pero también la liberación de ese peso de hielo propició el rebote elástico de regiones enteras, un proceso que aún continúa. La Península Escandinava por ejemplo, se elevó en algunas zonas hasta 300 metros, Islandia, liberada de ese tapón de capas kilométricas de hielo explotó en una actividad volcánica desenfrenada. Enormes espacios de Norteamérica, Groenlandia o Asia continúan en su respuesta elevándose, otros lugares que perdieron ese peso siguen generando movimientos que ahora son bastante indeseados, el homo sapiens los denomina terremotos. Hoy prácticamente sabemos cómo se desencadenan y también cómo desencadenarlos, pero no sabemos pararlos.
Desde las caprichosas furias de dioses como Poseidón, el castigo divino por nuestros pecados fueron sus causas, más antropocéntrico imposible. Más tarde tras el nefasto terremoto de Lisboa de 1755 vino una nueva explicación: la electricidad. Casi al mismo tiempo el fuego interno de Julio Verne precede a la tectónica de placas que se presenta en esta recta final: aire, agua y fuego parecen ser responsables de nuestras desgracias con el cuarto elemento, la Tierra, la que nos sustenta como mundo sólido pero a veces no tan estable como quisiéramos. Aplacar la ira divina con sacrificios, oraciones o penitencias, colocando enormes paratemblores metálicos a las afueras de las villas y ciudades, o excavando pozos en los centros de las plazas para que se escapase el fuego interno, como aún podemos ver en algunos pueblos de Granada, fueron soluciones hasta hace bien poco enfocadas a intervenir en una dinámica planetaria que siempre creímos conocer. Las relaciones climáticas, telúricas, hídricas y biológicas en un planeta en el que todo está conectado, apenas las comenzamos a comprender, pero menos aún las podemos controlar.
La obra de Anthropos
Cuando hablamos de Antropoceno imaginamos un ser humano (Anthropos) como una fuerza modificadora del planeta comparable a las descritas. Es muy probable que nuestras actividades desde la revolución neolítica, el desarrollo de la agricultura, la ganadería o las primeras actividades extractivas y manufactureras sean en cierta medida responsables de un incremento global de las temperaturas, de un cambio importante en la distribución de ciclos como el del nitrógeno y el CO2 que tuvieron un impacto favorable a nuestros deseos de estabilidad. Tampoco es descabellado reconocer nuestra responsabilidad en muchas de las catástrofes creadas tras la modificación del medio natural que tantas vidas ha costado. Presas que arrasaron enormes comarcas tras su rotura, regiones enteras contaminadas bien de metales tóxicos, productos cancerígenos o radiactividad, son efectos derivados de esa búsqueda tantas veces fallida de control. ¿Y si lo que sucede es que fallamos en nuestra actitud? Pues entonces si realmente queremos compararnos con las descomunales fuerzas naturales que esculpen el planeta deberemos admitir que nuestra aportación es cultural, es decir, una manera de entender y actuar.
Dicho de otro modo, si por tan poderosos nos tenemos asumamos que no todo el Anthropos es responsable de dichos cambios, ya que no toda la humanidad se embarcó en una desenfrenada labor de esquilmado, saqueo y extracción de recursos sin medida, quemándolos, diseminándolos por tierra mar y aire o enterrándolos o arrojándolos donde menos esfuerzo costase, normalmente a nuestro basureros favoritos: atmósfera e hidrosfera.
Han sido casi 12.000 años en los que de una interfaz helada entre el cielo y el subsuelo pasamos de un páramo helado a un espacio biofísico donde el clima se suavizó, la temperatura global aumentó cerca de 6ºC y todos los patrones dinámicos externos cambiaron: los procesos de esculpido del paisaje mutaron; el majestuoso y a veces vehemente encuentro entre la atmósfera, la hidrosfera, la biosfera y la corteza, propició las condiciones tanto amables como violentas para que una especie, el homo sapiens, se expandiese por prácticamente todos los ambientes terrestres externos. Pero los cambios superficiales no fueron los únicos, los cambios globales afectaron también a las capas más profundas.
El nivel del mar aumentó 130 metros tras fundirse la asombrosa cifra de 52 millones de kilómetros cúbicos de hielo que conformaban aquel enorme continente helado. Éste se desparramaba invadiendo valles, reequilibrando los movimientos del agua sólida, líquida y gaseosa de todo el planeta. Pero también la liberación de ese peso de hielo propició el rebote elástico de regiones enteras, un proceso que aún continúa. La Península Escandinava por ejemplo, se elevó en algunas zonas hasta 300 metros, Islandia, liberada de ese tapón de capas kilométricas de hielo explotó en una actividad volcánica desenfrenada. Enormes espacios de Norteamérica, Groenlandia o Asia continúan en su respuesta elevándose, otros lugares que perdieron ese peso siguen generando movimientos que ahora son bastante indeseados, el homo sapiens los denomina terremotos. Hoy prácticamente sabemos cómo se desencadenan y también cómo desencadenarlos, pero no sabemos pararlos.
Desde las caprichosas furias de dioses como Poseidón, el castigo divino por nuestros pecados fueron sus causas, más antropocéntrico imposible. Más tarde tras el nefasto terremoto de Lisboa de 1755 vino una nueva explicación: la electricidad. Casi al mismo tiempo el fuego interno de Julio Verne precede a la tectónica de placas que se presenta en esta recta final: aire, agua y fuego parecen ser responsables de nuestras desgracias con el cuarto elemento, la Tierra, la que nos sustenta como mundo sólido pero a veces no tan estable como quisiéramos. Aplacar la ira divina con sacrificios, oraciones o penitencias, colocando enormes paratemblores metálicos a las afueras de las villas y ciudades, o excavando pozos en los centros de las plazas para que se escapase el fuego interno, como aún podemos ver en algunos pueblos de Granada, fueron soluciones hasta hace bien poco enfocadas a intervenir en una dinámica planetaria que siempre creímos conocer. Las relaciones climáticas, telúricas, hídricas y biológicas en un planeta en el que todo está conectado, apenas las comenzamos a comprender, pero menos aún las podemos controlar.
La obra de Anthropos
Cuando hablamos de Antropoceno imaginamos un ser humano (Anthropos) como una fuerza modificadora del planeta comparable a las descritas. Es muy probable que nuestras actividades desde la revolución neolítica, el desarrollo de la agricultura, la ganadería o las primeras actividades extractivas y manufactureras sean en cierta medida responsables de un incremento global de las temperaturas, de un cambio importante en la distribución de ciclos como el del nitrógeno y el CO2 que tuvieron un impacto favorable a nuestros deseos de estabilidad. Tampoco es descabellado reconocer nuestra responsabilidad en muchas de las catástrofes creadas tras la modificación del medio natural que tantas vidas ha costado. Presas que arrasaron enormes comarcas tras su rotura, regiones enteras contaminadas bien de metales tóxicos, productos cancerígenos o radiactividad, son efectos derivados de esa búsqueda tantas veces fallida de control. ¿Y si lo que sucede es que fallamos en nuestra actitud? Pues entonces si realmente queremos compararnos con las descomunales fuerzas naturales que esculpen el planeta deberemos admitir que nuestra aportación es cultural, es decir, una manera de entender y actuar.
Dicho de otro modo, si por tan poderosos nos tenemos asumamos que no todo el Anthropos es responsable de dichos cambios, ya que no toda la humanidad se embarcó en una desenfrenada labor de esquilmado, saqueo y extracción de recursos sin medida, quemándolos, diseminándolos por tierra mar y aire o enterrándolos o arrojándolos donde menos esfuerzo costase, normalmente a nuestro basureros favoritos: atmósfera e hidrosfera.
Son incontables ya los lugares del planeta convertidos en inhabitables |
Paradójicamente, y como es habitual, sólo uno de cada cinco humanos que habita el planeta podría incluirse verdaderamente como responsable directo de tanto derroche; y es precisamente ese, el que lo hace, el que ha inventado el término Antropoceno. Dado su bagaje cultural, podría haberlo llamado Capitaloceno, puesto que la organización social basada en la acumulación de capital es la que se aseguró el desenfrenado e insostenible consumo de recursos.
Sólo hay un planeta y algunos vivimos como si dispusiéramos de media docena. Machoceno o Faloceno responden de manera muy acorde a esa actitud comparable a una violación para satisfacer el instinto. Catastrozoico, Angloceno y tantos términos en la literatura especializada miran el fenómeno desde diferentes perspectivas que la persona que lea esto intuirá con facilidad.
Pero he ahí una cuestión que no debe pasar por alto: está en la herencia y manera de actuar (su actitud) de esa persona de cada cinco, el socializar las pérdidas individualizando las ganancias; lo hace desde que inventó una organización social basada en el crecimiento continuo del capital a costa de lo que sea, su salud, la de los demás o la del planeta. Así se jacta de su progreso tecnológico a costa de las otras cuatro, pero los efectos secundarios son culpa de todas. Antropoceno le viene como anillo al dedo. Arrogancia, disimulo o ejercicio de cinismo que una nueva época facilita para diluir responsabilidades. Hemos empezado a pensarnos dos veces cuánto petróleo podemos quemar, cuántos bosques podemos talar, cuántos peces podemos pescar. Empezar a pensar en cuánto cemento podemos permitirnos no estaría de más.
Dos son los sectores por ejemplo, que han elevado la concentración de CO2 atmosférico y la temperatura global responsable del cambio climático (el consenso científico es ya del 99%) por encima de las 400 ppm y ya cerca de los 2ºC en unas decenas de años, nada parecido se ha visto en los últimos dos millones de años cuando homo sapiens aún no estaba: son la industria del hormigón y simultáneamente la energía fósil. Ambas se han expandido en el último siglo hasta el punto de que hoy tres de cada cuatro personas en este planeta habitamos espacios interiores o rodeadas de alguna estructura de hormigón que por supuesto fue elaborada, transportada y puesta en obra con fósiles.
El aspecto más aterrador de nuestra dependencia tanto de esa roca natural arrancada, cocida, transportada y colocada como de la energía solar fosilizada (carbón, petróleo y gas) es que las grandes infraestructuras y las estructuras de nuestras viviendas no durarán un siglo, algunas ni medio. La gran mayoría están siendo o tendrán que ser reemplazadas, mantenidas a un coste terrible o demolidas, y relativamente pronto. Los avisos ya han venido del viaducto Morandi o del estado de nuestras carreteras, por no hablar de los reconocidos 56.000 puentes obsoletos en EE.UU., el cada vez mayor costo de mantenimiento de vías férreas y tuberías urbanas o el abandono y rescate de aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches, presas que almacenan aire, hospitales sin médicos, centrales nucleares agonizantes…
Asumimos desde la euforia del control (aunque de manera errónea) que nuestro hormigón cocido con energía fósil era tan duradero como el romano, o como la misma piedra a la que imita. Nos equivocamos, el hormigón envejece, falla, se rompe y se fractura de muchas maneras. El calor, el frío, los temblores y vibraciones, muchos productos químicos, la sal, la humedad, atacan esa roca artificial aparentemente sólida, la debilitan y la descomponen, por dentro y por fuera. Se podría decir que nuestras ciudades son como fugaces castillos de arena. Pero desde el año 2010 más de la mitad de la población vivimos en ellas, una nueva experiencia para la vida en el planeta.
Una urbanosfera de roca artificial
La urbanosfera formada por unidades llamadas ciudades, es posterior a la formación de la corteza, la hidrosfera, la atmósfera, la biosfera y la noosfera (esfera del conocimiento), sería la red neuronal que dibuja un Antropoceno cultural (apenas geológico) compuesto de arena pobremente pegada con una edad limitada. El reconocimiento geológico para este momento aún no existe, todavía es virtual, pero culturalmente es real. Estas unidades estructurales planetarias son enormes vórtices devoradores de recursos y generadores de ingentes cantidades de residuos. El planeta hace tiempo que es incapaz de metabolizarlos. A una media de dos kilómetros de cualquier lugar tendríamos una carretera de asfalto o una estructura de hormigón cuyo uso pronto deberá ser repensado, puesto que tras 2006 (año del Peak Oil) con el encarecimiento y escasez de petróleo y sin sustituto a la vista, las cosas nunca serán como en el siglo XX.
Aquel despegue histórico de crecimiento económico que parecía imparable fue posible porque durante millones de años el único planeta del sistema solar con tectónica de placas (que se sepa) recogió y atesoró la labor de parte de una de sus esferas: la vida. Una pequeña parte de la energía solar que recibía la Tierra hace millones de años fue atrapada por la fotosíntesis, enterrada, cocida y devuelta como energía solar fósil a coste cero. Fue lo que apuntaló el trabajo necesario para tanto crecimiento. Arrancar rocas, cocerlas, mezclarlas con agua imitando los procesos de erosión, transporte y sedimentación, para conformar la milagrosa roca artificial que ha conquistado el planeta (el hormigón armado) ha supuesto en un siglo quemar cada año el equivalente al trabajo de dos millones de años de las otras fuerzas que esculpieron nuestra casa común. Es decir, no sólo nos hizo poderosos, además somos rápidos, muy rápidos. Eso sí, para quemar y calentar nuestra casa global, es lo que mejor sabemos hacer. El nunca mejor llamado “oro negro”, ese regalo de Gea, casi nos hace dioses, y creyéndonos serlo nos propusimos echar un pulso a las descomunales fuerzas de la Naturaleza con las que optamos a equipararnos, un pulso que desde hace más de una década nos está extenuando.
Dos son los sectores por ejemplo, que han elevado la concentración de CO2 atmosférico y la temperatura global responsable del cambio climático (el consenso científico es ya del 99%) por encima de las 400 ppm y ya cerca de los 2ºC en unas decenas de años, nada parecido se ha visto en los últimos dos millones de años cuando homo sapiens aún no estaba: son la industria del hormigón y simultáneamente la energía fósil. Ambas se han expandido en el último siglo hasta el punto de que hoy tres de cada cuatro personas en este planeta habitamos espacios interiores o rodeadas de alguna estructura de hormigón que por supuesto fue elaborada, transportada y puesta en obra con fósiles.
El aspecto más aterrador de nuestra dependencia tanto de esa roca natural arrancada, cocida, transportada y colocada como de la energía solar fosilizada (carbón, petróleo y gas) es que las grandes infraestructuras y las estructuras de nuestras viviendas no durarán un siglo, algunas ni medio. La gran mayoría están siendo o tendrán que ser reemplazadas, mantenidas a un coste terrible o demolidas, y relativamente pronto. Los avisos ya han venido del viaducto Morandi o del estado de nuestras carreteras, por no hablar de los reconocidos 56.000 puentes obsoletos en EE.UU., el cada vez mayor costo de mantenimiento de vías férreas y tuberías urbanas o el abandono y rescate de aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches, presas que almacenan aire, hospitales sin médicos, centrales nucleares agonizantes…
Asumimos desde la euforia del control (aunque de manera errónea) que nuestro hormigón cocido con energía fósil era tan duradero como el romano, o como la misma piedra a la que imita. Nos equivocamos, el hormigón envejece, falla, se rompe y se fractura de muchas maneras. El calor, el frío, los temblores y vibraciones, muchos productos químicos, la sal, la humedad, atacan esa roca artificial aparentemente sólida, la debilitan y la descomponen, por dentro y por fuera. Se podría decir que nuestras ciudades son como fugaces castillos de arena. Pero desde el año 2010 más de la mitad de la población vivimos en ellas, una nueva experiencia para la vida en el planeta.
Una urbanosfera de roca artificial
La urbanosfera formada por unidades llamadas ciudades, es posterior a la formación de la corteza, la hidrosfera, la atmósfera, la biosfera y la noosfera (esfera del conocimiento), sería la red neuronal que dibuja un Antropoceno cultural (apenas geológico) compuesto de arena pobremente pegada con una edad limitada. El reconocimiento geológico para este momento aún no existe, todavía es virtual, pero culturalmente es real. Estas unidades estructurales planetarias son enormes vórtices devoradores de recursos y generadores de ingentes cantidades de residuos. El planeta hace tiempo que es incapaz de metabolizarlos. A una media de dos kilómetros de cualquier lugar tendríamos una carretera de asfalto o una estructura de hormigón cuyo uso pronto deberá ser repensado, puesto que tras 2006 (año del Peak Oil) con el encarecimiento y escasez de petróleo y sin sustituto a la vista, las cosas nunca serán como en el siglo XX.
Aquel despegue histórico de crecimiento económico que parecía imparable fue posible porque durante millones de años el único planeta del sistema solar con tectónica de placas (que se sepa) recogió y atesoró la labor de parte de una de sus esferas: la vida. Una pequeña parte de la energía solar que recibía la Tierra hace millones de años fue atrapada por la fotosíntesis, enterrada, cocida y devuelta como energía solar fósil a coste cero. Fue lo que apuntaló el trabajo necesario para tanto crecimiento. Arrancar rocas, cocerlas, mezclarlas con agua imitando los procesos de erosión, transporte y sedimentación, para conformar la milagrosa roca artificial que ha conquistado el planeta (el hormigón armado) ha supuesto en un siglo quemar cada año el equivalente al trabajo de dos millones de años de las otras fuerzas que esculpieron nuestra casa común. Es decir, no sólo nos hizo poderosos, además somos rápidos, muy rápidos. Eso sí, para quemar y calentar nuestra casa global, es lo que mejor sabemos hacer. El nunca mejor llamado “oro negro”, ese regalo de Gea, casi nos hace dioses, y creyéndonos serlo nos propusimos echar un pulso a las descomunales fuerzas de la Naturaleza con las que optamos a equipararnos, un pulso que desde hace más de una década nos está extenuando.
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